Siguiendo la recomendación de la OCDE y de la Comisión Europea, se publicó en diversos medios, que la Hacienda vasca incluiría un epígrafe en el Impuesto de Sociedades, un renglón donde se pudiera declarar los gastos destinados a “regalos, obsequios y sobornos”, siendo estos últimos no deducibles.
Semejante despropósito despertó las iras de las plumas más avezadas, afirmando que era tanto como pedir a los atracadores de bancos que tuvieran a bien declarar sus ingresos por robo en sus declaraciones de renta. Fíjense que a mí, tamaña estupidez no me arrancó un gramo de crispación. Quizá mi umbral del dolor sea tan elevado que me he transformado en un corcho insensible ante tanta tontería, pero… hete aquí, que ante la desfachatez estoy como nuevo, es decir, todo me enerva.
Del epígrafe de marras lo que me, me, me, me enciende por dentro, me despierta al mono primitivo que me acompaña desde por la mañana, es que en la misma línea metan el regalo y el soborno. Si no encontramos diferencias entre ambos conceptos, el problema/país es muchísimo más grave de lo que mi mente ingenua pensaba. Poner el soborno tan solo separado por una coma del regalo, es como confundir “un buen polvo con una violación” o la amabilidad y la cortesía con una señorita, con el peor de los machismos.
Jamás me han intentado sobornar, pero créanme que sabría diferenciarlo de los regalos que clientes, proveedores, colaboradores, alumnos, amigos, me han hecho durante mi carrera profesional; es más, tienen tanto valor para mí, que les destino un lugar privilegiado y me encanta explicar a los compañeros que se incorporan la historia de cada detalle. Necesitaría cien vidas para devolver todos los regalos que he recibido.
Que alguien pudiera siquiera demostrar la suspicacia del doblez de la intención con la que me fueron hechos dichos regalos, sería merecedor de mi mirada que, les juro, les partiría en dos al pestañear. Solo una mente sucia o con pecado no encontrará la diferencia entre una caricia tierna a un niño y la pedofilia.
El regalo es la expresión del agradecimiento y yo encuentro miles de razones en mi labor diaria para agradecer a tantas personas que entre miles de millones de personas que estamos en este mundo me eligen a mí, incluidos a quienes lo hacen para regañarme, porque cuando lo hacen es porque para ellos yo he sido importante y, por alguna razón, les he decepcionado o defraudado.
El agradecimiento ha sido siempre un valor que desde la cuna nos inculcaban; “da las gracias” “¿qué se dice? Se dice gracias”. ¿Cuántas veces habremos oído esto de nuestros padres, cada vez que alguien tenía un gesto en forma de detalle con nosotros?
Y ahora, unos pocos años después y tan solo separado por una coma, el gesto de agradecimiento por excelencia, el regalo, de forma infame, aparece al lado de la palabra soborno, sin diferenciar el objetivo aún cuando el objeto fuera el mismo. Desde la sonrisa, pasando por el halago y la caricia verbal, hasta el detallazo en forma de diamante, ¿qué más da el qué? Lo que diferencia una cosa de la otra está en el ¿por qué? y en el ¿para qué? El epigrama, para mí más hermoso, de E. Cardenal era aquel que decía:
“Tú no mereces siquiera un epigrama”.
¡Hala, a pensar campeones!